Caricias y Carencias
Luis San José López
20250227
"Zanco"
Con tantos "Escenarios" se me van quedando atrás algunos reconocimientos.
martes, 11 de febrero de 2025
Apoyado en el quicio
de la puerta, esperó a que su madre soltara el último aliento, los últimos 21
gramos que todavía guardaba en los pulmones. Se acercó después a la cama, cruzó
sus manos sobre el pecho y le cerró los ojos para que no siguieran sufriendo.
Unos ojos vidriados que habían empezado a cristalizar hacía ya bastante tiempo,
cuando su padre detonó con el arado una mina dormida desde la guerra.
La vida fue desde
entonces muy distinta para todos ellos. Muchas fanegas, muchos animales, mucho
trabajo para una mujer sola con dos niños pequeños. Fue entonces cuando sus
ojos empezaron a ponerse como de cristal, como los ojos de los mochuelos, con
un brillo permanente que no supo nunca disimular. «No te preocupes, mi niño,
son las cebollas», le decía encerrándose una y otra vez en la cocina.
Justino se quedó
mirándola y se los cerró. Eso hizo, para que no siguieran acumulando recuerdos,
para que no siguieran almacenando dolor. «¡Qué mirarán tan fijos los ojos de
los muertos?» Justino se acercó hasta ella, se quedó sentado, en silencio,
viendo cómo la muerte se acomodaba debajo de los párpados. Clocaban las
gallinas en el corral, las cuatro gallinas que quedaban, cluecas ya porque
nadie quería recoger sus huevos, miró las hoces colgadas en el techo, las bieldas
abandonadas en un rincón, las herraduras viejas de siete agujeros que
imploraban un poco de suerte para un
pueblo cada vez más olvidado, desierto, agonizante. Miró las segurejas
oxidadas, los cencerros y yugos vencidos por el tiempo y cerró también sus
propios ojos. La muerte había puesto una sonrisa en los labios de la madre.
Justino chascó la lengua.
Se incorporó muy
lentamente, crujieron los muelles de la cama, cogió dos quesos de la alacena,
hizo un hatillo y se lo echó a la espalda con un pequeño brinco. «Hay buenos
quesos por esta tierra». Salió a la calle, la barbilla levantada buscando el
olor de las jaras, el tomillo, las retamas. Caminó con paso lento, con el sol
de cara, con su propia sombra siguiéndole a distancia, con el perro agitando la
cadena intentando llamar su atención. Hace mucho tiempo que ya se hubiera ido
de allí, como había hecho la mayor parte de sus vecinos, pero también él había
tenido hasta entonces una poderosa cadena. El animal lanzó un aullido profundo
a modo de advertencia, un aullido que nunca podrían emitir los perros de la
ciudad. «Se habla muy distinto por allá». Los ruidos, los suspiros y los gritos
no salen de las entrañas como aquí, como en estos pueblos hurdanos dejados por
Dios, no tienen densidad, no conocen el dolor de la tierra abandonada.
El aullido de Zanco,
era un quejido profundo, pero Justino no quiso volverse. «Si miras atrás
desaparece el futuro», solía decirle su madre. Y sin embargo, no tenía fuerzas
para dejarlo solo, indefenso, con la muerte rondando por la casa con voracidad
insaciable, haciendo sonar las castañuelas de sus dientes descarnados. Se
volvió finalmente y el perro cambió los aullidos por gemidos cuando lo vio
acercarse. Tenía unos ojos redondos y grandes que nunca le sirvieron de mucho,
pero Justino sabía descifrar los movimientos del rabo. «No puedes venir», le
dijo. El perro torció la cabeza queriendo entender. Justino soltó el hatillo,
le quitó la cadena y se sentó a su lado dejando resbalar la espalda contra la
pared de adobe. Miró al vacío. El perro daba saltos, le lamía la cara, hacía
piruetas y cabriolas celebrando su libertad. «No puedes entenderlo, los perros
no tenéis entendimiento» y escuchó un quejido más profundo que sus palabras, un
quejido de resignación, un quejido que Zanco había aprendido por sí solo el
mismo día en que nació.
A lo lejos, se
escuchaba el dolondón de los cencerros, las chicharras y el ladrido de otros
perros empeñados también en entender las palabras de Justino, los lamentos de
Zanco, descifrar los olores lastimeros que se habían extendido por el aire.
Justino se levantó despacio, recogió el hatillo, escupió en el suelo y comenzó a caminar hacia el horizonte, hacia
esa raya que siempre se nos queda distante, siempre a la misma distancia por
mucho que avancemos. Olía a parva y ganado, rastrojos y ballico. «¿A qué pueden
oler las ciudades?»
Dobló la esquina de la calle Vieja y enfiló hacia su izquierda, otra vez con el sol de frente, otra vez con la sombra detrás y la muerte desperezándose en el quicio de la puerta, prepotente, sabiéndolo todo, haciendo sonar la maraca de sus huesos, mirándole, sintiéndole cada vez más lejos, riéndose. Justino siguió caminando, no quiso mirarla, no quiso escuchar los ladridos de todos los perros advirtiéndole, recordándole que la calle que estaba recorriendo llevaba también al cementerio, como todos los caminos.